Vicenç Navarro
Público, 21 de abril de 2011
Juan Francisco Tribaldos
Cartas al Director
El País 19 de abril de 2011
Sonrojo me produce la desfachatez judicial que en España, por un lado, pospone juicios de políticos, juicios cuyas conclusiones son imprescindibles a la hora de que el electorado sepa a quien vota en las próximas elecciones, y por otro acelera el juicio al único juez del Estado español que ha aplicado una justicia verdaderamente humanitaria dentro y fuera de nuestras fronteras. Estos hechos pervierten el ejercicio de la democracia y conculcan el primer derecho ciudadano, el derecho a la justicia, por desgracia ya muy vapuleado en nuestro país. Su torcimiento lleva a la berlusconización de la sociedad española, a la utilización de las leyes en el beneficio o la impunidad de unos pocos. ¿No hay jueces que se opongan a estos desmanes? ¿No hay políticos, cualquiera que sea su adscripción, que se avergüencen de ser ninguneados por el tercer poder.
Un suponer
Almudena Grandes
El País, 18 de abril de 2011
Esta columna es pura ficción.
En un país que -es un suponer- se llama España, el Tribunal Supremo persigue a un juez que -es un suponer- se apellida Garzón por tres causas distintas, entre las que parece descollar la desencadenada por la querella de un partido antidemocrático que en cualquier otra nación de un continente llamado -es un suponer- Europa, sería ilegal. Su delito consiste en amparar a las víctimas de una sanguinaria dictadura que se prolongó durante casi cuatro décadas. Pero la autoridad judicial le sienta antes en el banquillo por otra causa.
El juez Garzón va a ser procesado antes que los imputados de un delito continuado de corrupción, por haber ordenado que se grabaran las conversaciones que los responsables de la red más abrumadora de la historia de la democracia sostuvieron en la cárcel con sus abogados. Y este anuncio se produce un mes y medio antes de unas elecciones en las que un partido cuyas siglas son -es un suponer- PP presenta como candidatos a casi una docena de imputados en aquel proceso.
Como escribo ficción, soy libre de conjeturar que la intención del Supremo consistiría en desmontar la causa de una red denominada -es un suponer- Gürtel, al proclamar que considera más urgente, y por tanto más grave, el caso de las escuchas que el delito original. Al asumir que se perjudicó la defensa de los imputados, la opinión pública podría sospechar que los cargos que pesan contra ellos son dudosos, irregulares. El tribunal se convertiría así en la más eficaz oficina electoral de un partido político, en lugar de velar por los intereses de todos los ciudadanos. Y estos no tendrían ninguna posibilidad de oponerse a una maniobra política indecente, blindada sin embargo por el principio que establece la separación de poderes. Pero esto no es más que un argumento de ficción. Lo que se dice un suponer.
Las especulaciones sobre el tempo de sucesión del presidente, las maniobras de algunos posibles candidatos y la ansiedad de los cabeza de lista territoriales y locales no ayudan al PSOE. Y menos el debate sobre nombres, que perpetúa el legado más negativo de Zapatero: la concepción personalista, inorgánica, de la política.
El PSOE puede tomarse con serenidad la sucesión. El gran secreto de la política española es que las próximas generales son irrelevantes como predictores de la hegemonía política para después de la crisis. En Europa, quien gobierna pierde. Las condiciones políticas después de la crisis serán probablemente tan distintas de las actuales que lo que lleve, ahora o en el corto plazo, al poder será diferente de lo que permita alcanzarlo o mantenerlo en el futuro.
Es para ese próximo ciclo político, todavía nonato, para el que el PSOE necesita un nuevo liderazgo. Por tanto, puede posponer la pregunta sobre el candidato a una serie de reflexiones previas. Primera, ¿sucesión para qué?, es decir: ¿qué tipo de políticas deberá perseguir para dominar el ciclo poscrisis? Segunda, ¿qué modelo de poder?, es decir: ¿se quiere cambiar el hiper liderazgo de Zapatero por un liderazgo más orgánico? Tercera, ¿cuál es el proceso?, es decir: ¿cómo conjugar amortiguar el inevitable golpe electoral a corto con desarrollar candidatos de largo recorrido?
Para responder a la primera cuestión hay que partir del reconocimiento del vaciamiento ideológico que Zapatero ha operado en el PSOE. Canceló el eje tradicional de confrontación derecha-izquierda, el económico, y eligió competir solo en el eje de los valores. De dos maneras. Primera, privilegió los derechos ciudadanos, un grupo de valores importante pero de atractivo electoral limitado y, en cualquier caso, ahora ya conquistado gracias a él. Segunda, reemplazó cualquier otro posible discurso sobre valores por su estilo de liderazgo, pensando que podría atraer a la clase media solo con desplegar el carácter personal y político más opuesto posible al de Aznar. Sin embargo, las clases medias urbanas -las que permiten a un partido convertirse en pivote y así dominar un ciclo- se han ido moviendo, moderada pero sostenidamente, en una dirección conservadora, de un mayor reclamo de autoridad, en especial por el Gobierno y la Administración. La imagen de Zapatero, eficazmente ahondada por Rajoy, de tomarse la función gubernamental a la ligera ha sido devastadora.
Mientras que la respuesta a esta demanda social radica más en la capacidad del PSOE para cooptar élites para sus Gobiernos que en cambios importantes en su ideología, sí se avecina un choque de valores fascinante, que exige al partido una importante renovación de ideas. Tras la crisis, que está dejando el sabor amargo, políticamente todavía no expresado, del resentimiento por el destino desigual de las clases sociales durante la misma, dos son los valores principales que se van a confrontar. Por un lado, lo que será la apuesta del PP: el mérito como legitimador de las diferencias sociales. Por otro, la que debería ser la bandera del PSOE: la igualdad de oportunidades. Mientras que para el PSOE la refundación del eje económico es cognitivamente complicada, ya que carece siquiera de asomo de un paradigma económico alternativo al empresarial, la reconfiguración de su oferta de valores, incluyendo una menor preponderancia del republicanismo cívico, le será emocionalmente muy difícil, especialmente a la generación del presidente.
El segundo reto es el abandono del hiper liderazgo en el partido e hiperpresidencialismo en el Gobierno. No es fácil, porque nuestro sistema los favorece, por tres razones. Una sociológica: los dos grandes partidos españoles son, como toda gran organización, oligárquicos. Otra normativa: la sobreprotección que la Constitución otorga a los partidos refuerza la concentración de poder. Una tercera electoral: el personalismo creciente de las campañas, cuya expresión máxima fueron las dos últimas generales, cuando las siglas PSOE fueron postergadas en favor de la marca "ZP" en 2004 y de la todavía más estilizada "Z" en 2008.
El presidencialismo se acentúa porque el rol presidencial transforma a sus tomadores. A partir de su nombramiento, la preocupación primordial de los presidentes es su evaluación por la historia... porque ya están en ella. Cuando González decía que se gobierna desde Moncloa y no desde Ferraz asumía que el juicio de su presidencia iba a ser sobre su individualidad política. Cuando Aznar renunció a una tercera presidencia lo hizo desde el supuesto de que su lugar en la historia sería independiente del juicio que merecería su PP. Cuando Zapatero ha acumulado más poder que cualquiera de sus predecesores es para asegurar un proyecto irreductiblemente personal. Y cuando el presidente al que menos le ha importado la economía hace de esta, en coalición contra natura con grandes empresarios, su programa para su año final, es porque está pensando en su última oportunidad de pasar como estadista a la historia.
Pero Zapatero, más que ningún otro presidente, se ha constituido en figura diferenciada de su partido. En toda presidencia, las decisiones principales emanan principalmente de alguna combinación de sedes de poder: partido, Gobierno, staff de Moncloa, presidente, consejeros personales. Zapatero es el presidente que más ha desplazado la toma de decisiones hacia su persona y consiglieri. En contraste, González, hasta la salida de Guerra, y Aznar en su primera legislatura, se apoyaron en el trípode partido-Gobierno-Moncloa. De ahí su impacto. Por eso es necesaria una nueva articulación de la relación de poder entre el PSOE y su líder.
La reflexión sobre el modelo de liderazgo lleva directamente a la tercera reflexión clave señalada: la transición entre el corto y largo plazo del PSOE, una cuestión más amplia e importante que la del posible anuncio por el presidente de su renuncia a presentarse a otra presidencia, algo que la opinión pública ya ha asumido, o la nominalista de quién será el nuevo candidato.
El presidente tiene interés en que la sucesión salga bien. Conviene a su lugar en la historia. Cuenta además con la objetividad y distanciamiento de los que no tienen futuro político. Y no hay astucia táctica como la suya una vez los objetivos son claros. Seguramente acertará en los detalles del proceso, para el que no hay un solo trayecto ideal. Probablemente anunciará la renovación del liderazgo después de las elecciones de mayo, pero no inmediatamente, para que no parezca una consecuencia directa, y adoptará el rol de curador del proceso, para que el partido no dé imagen de desunión en las primarias (a los procesos de sucesión política les pasa como a la elaboración de salchichas: el público no debería poder verlos). Y seguramente seguirá gobernando hasta el fin de la legislatura, protegiendo así al partido, y a quien el partido elija candidato. Y contra sus instintos permitirá que alguien de una generación anterior sea su primer reemplazo.
Porque de todas las prioridades de Zapatero en su sucesión, la más importante es cuidar la relación entre generaciones socialistas. Porque ni la que desarrolló el oficio de ganar elecciones y gobernar con González, ni la que aprendió el primero de ellos con el actual presidente, podrá recorrer por si sola la transición de Zapatero al PSOE. La veterana de estas generaciones, en lo que será su last hurrah, es necesaria para reducir el castigo electoral, ofrecer imagen de oficio gubernamental y, más pragmática, centrar el partido. Pero como Moisés con la tierra prometida, el hecho biológico les impedirá liderar todo el recorrido del próximo ciclo político. Serán, por tanto, probablemente dos las sucesiones a Zapatero (a González fueron tres).
A diferencia de los conservadores, que tienen ante sí la más fácil tarea de preservar el statu quo, la izquierda, para cualquier cambio social debe acumular cantidades ingentes de capital político. Nunca ha logrado una transformación relevante sin un estrecho alineamiento entre líder, dirigentes, partido y votantes con un mandato compartido de acción. Este fue el caso de los primeros Gobiernos de González para la europeización de España. Zapatero ha sido el presidente más individualista y, por tanto, el que menos ha cambiado la sociedad. Por eso, su sucesión ha de ser, principalmente, la de un hiperliderazgo a un liderazgo más compartido.
El coronel Gadafi fue el primero en compararse con el Generalísimo. Pero hasta si no hubiera declarado que está dispuesto a entrar en Bengasi como Franco entró en Madrid, tal vez el líder laborista británico Ed Miliband se hubiera acordado de la guerra de España. La semana pasada recordó la dramática odisea de los republicanos que viajaron durante tres años a Londres, a París, a Ginebra, en busca de una ayuda que nunca recibieron. Después, durante 75 años, los demócratas españoles sintieron la no intervención de las potencias democráticas como la herida más dolorosa. Hoy, los historiadores consideran, además, que aquella aparente omisión fue la clave decisiva de la victoria franquista.
En la España de 1936 no había petróleo, pero en la de 1939 sobraba el wolframio, un mineral estratégico muy escaso y muy valioso, porque era imprescindible para la industria armamentista de la época. Esos yacimientos no bastaron para que, mientras duró su paz, Londres apoyara al Gobierno legítimo de Madrid. Sin embargo, cuando estalló su guerra y el wolframio de Franco se convirtió en un monopolio alemán, Churchill no vaciló en tender al Caudillo una mano secreta, con la tácita garantía de otra no intervención, a cambio de una parte del pastel. Aquella indignidad no hizo menos justa, ni menos noble, la causa de la República española. Las intervenciones militares son una lotería trágica, porque se sabe cómo empiezan, nunca cómo van a terminar. Pero, como los republicanos del 36, los rebeldes libios recorrieron medio mundo para suplicar ayuda antes de recibir el respaldo de Naciones Unidas.
Que no hayan sido los únicos, no envilece su causa. La intervención puede acabar muy mal, pero, ahora mismo, desampararles sería tender una mano secreta al resto de los dictadores del mundo árabe. Y ni siquiera eso sería tan grave como dejarlos solos.