Una ley antihumos
Álvaro García Castillo
Cartas al Director
El País, 13 de febrero de 2010
La escena duró apenas unos segundos en pantalla, un destello breve que nos cinceló en la retina la imagen de miles de personas protestando en las calles de El Cairo. La situación era descrita por la engolada voz de un locutor cubano, quien sostenía que la crisis del capitalismo había hecho estallar la inconformidad en Egipto y que las diferencias sociales hundían al Gobierno.
Apenas mencionó que un ciclo de casi 30 años se estaba desmoronando en solo una semana, justo allá, en un país donde la historia se mide con números de cuatro cifras, se acuña en trozos del tamaño de milenios. La alusión entre nosotros a la prolongada estancia en el poder de Hosni Mubarak fue -como advierte el refranero popular- mencionar "la soga en casa del ahorcado", insinuar que en nuestro propio patio un autoritarismo de cinco décadas también ha excedido su fecha de caducidad. Tal vez para evitarnos esa comparación, los medios estatales se mostraron cautelosos con las noticias que llegaban desde el norte de África. Nos administran a cucharadas la narración de los sucesos, sin hacer hincapié en todos los motivos que empujan a un pueblo a poner límite al mandato personalista de un octogenario.
A pesar del sigilo periodístico, otros fragmentos de lo ocurrido llegaron hasta nosotros a través de las redes alternativas de información, de las perseguidas antenas parabólicas y la escurridiza Internet.
La prudencia oficial no pudo evitar que nos sobrecogiéramos con la vista aérea de la plaza de Tahrir que vibraba al ritmo de la espontaneidad, cuando por estos lares hace muchos años que esa franqueza no se percibe en la sobria y gris plaza de la Revolución. Era inevitable que, al observar la muchedumbre manifestándose con pancartas, termináramos haciéndonos la pregunta que aquel locutor de corbata a rayas quería alejar de nuestras mentes. ¿Por qué en Cuba no ocurre algo así? Si nuestro Gobierno es de más vieja data y el colapso económico se ha convertido en elemento inseparable de nuestros días, ¿qué evita que emprendamos el camino de la protesta cívica, de la presión pacífica en las calles?
Egipto ha venido a sacudirnos en nuestra mansedumbre y el arrojo de otros nos ha enfrentado con nuestra apatía, en esta nación donde el tiempo se mide en efemérides "revolucionarias", se acuña en los folios amarillos de la burocracia.
La teoría de pueblos valientes y pueblos cobardes es, en el menor de los casos, simplista. No hay una genética de la rebeldía como tampoco se puede predecir en qué momento la inconformidad alcanza su punto de ebullición. Esta isla larga y estrecha ha nutrido desde 1959 las especulaciones, las barajas de copa y espada, los tableros de Ifá y hasta los cuartetos rimados, de analistas, cartománticos, babalaos y profetas. Ante estos augurios de un futuro que no acaba de llegar, millones de cubanos han resumido su actitud cívica en un vocablo moroso: esperar.
Acarician el espejismo de la solución rápida, de acostarse un día en un Estado sin derechos y levantarse al otro en una Cuba democrática. Cuando el tiempo de aguardar se prolonga más allá de lo previsto, muchos deciden conjugar el verbo emigrar u optan por las breves y lacónicas sílabas de "callar".
Pero lanzarse a las plazas no, pues ese asfalto retinto de las avenidas pertenece -y así nos dicen desde pequeños- a los revolucionarios, a Fidel Castro y al Partido Comunista. Nos han hecho creer que protestar en público contra los despidos masivos, el alto coste de la vida o para exigir la renuncia de un Gabinete son gestas que emprenden otros, acciones que solo son posibles fuera de nuestras fronteras nacionales.
Nos han quitado las calles, nuestras calles.
En aras de impedir que una multitud tome las aceras y grite al unísono ¡qué se vaya el presidente, qué se vaya!, activan los mecanismos ocultos del control, los resortes del miedo. El engranaje de la vigilancia que no conoce de crisis económica ni de recortes se cierne constantemente sobre nosotros.
Ahora mismo está en vilo, ajustando sus agentes, sus autos, sus leyes, para evitar el contagio que puede venir desde el Este. Pues aunque El Cairo queda muy lejos, hay demasiadas analogías entre los cubanos y esos rostros que vimos reunidos en la marcha de un millón. Ellos gritaban contra Mubarak, pero del lado de acá de la pantalla muchos sentimos que nos emplazaban a nosotros, que nos hacían sentir avergonzados de nuestra inercia.